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Rober Musil, radiografía de un final II

musil der mannUlrich, joven de buena familia, sin problemas económicos, matemático de profesión y un poco de temperamento, es invitado por ciertos miembros de la alta sociedad con la que se relaciona para que colabore en la creación de la Acción Paralela. Se trata de un proyecto para preparar la conmemoración del jubileo septuagenario del emperador y, de paso, contrarrestar el efecto propagandístico de la celebración de los treinta años de reinado del kaiser prusiano, que se prepara en el país émulo y vecino.

Tranquilamente, con un humor lúcido y distanciado, se van describiendo las evoluciones de Ulrich en torno de aquella sociedad de hombres y mujeres, todos muy ilustres -aristócratas, altos funcionarios, militares y un destacado hombre de negocios con una cultura enciclopédica, que representa precisamente lo contrario de Ulrich: el hombre con atributos – en trance de concebir un proyecto que nadie sabe en qué consistirá. Otros personajes, ajenos a la Acción Paralela, pero ligados a Ulrich por diversas razones completan el cuadro, como sus amigos Walter y Clarisse y el ejecutivo financiero Fischel, judío, y su hija Gerda, joven atenta a los signos de los tiempos y tocada por los nuevos vientos cuando aún no eran tempestad. Y como contrapunto abismal y siniestro de tales luminarias, Moosbrugger, asesino demente, que tiene extrañamente obsesionada a Clarisse.

Leyendo la novela, muy extensa e inacabada, se tiene la sensación de estar asistiendo al espectáculo de una danza cuya música no se percibe. Los danzantes se mueven y no se sabe por qué. La Acción Paralela es algo a lo que no se consigue dar un contenido, como a las vidas de sus supuestos constructores. Y es que la vida es quizá ese presente multiforme sin un centro que lo aglutine.

No hay un centro. Ni en la vida ni en el individuo. No hay un lugar de mando. El yo pierde el sentido que ha tenido hasta ahora: el de un soberano que lleva a cabo actos de gobiernos. Los actos humanos no son consecuencia de los decretos de ese yo. Tienen vida propia. No es el yo el que tiene un pensamiento, es el pensamiento el que surge en el yo; no es el yo el que concibe una esperanza, es la esperanza la que se instala en el yo; no es el yo el que alumbra un amor, es el amor el que irrumpe en el yo. El yo es un rey destronado. La realidad no es ya un ente con sus límites y con sus características fijas, es algo que, sin centro, se extiende en todas direcciones del mismo modo que la genial novela que la imita… Ésta vienen a ser la interpretación que hace Claudio Magris – obsesionado por el tema de la moderna disolución del yo – de la obra de Musil.

Yo no diría tanto. Veo un escritor lúcido, inteligente, de formación científica y matemática, que aplica su lente – hecho de ironía y también de poesía – a los individuos y la sociedad que ha conocido. Una sociedad en la que hay mucha racionalidad y poco sentimiento, y en la que siempre se está reclamando más sentimiento y menos racionalidad. Ulrich-Musil, no está por esta dicotomía, sino que enfoca el asunto de otra manera. “No es que tengamos demasiado juicio y demasiada falta de alma, sino demasiada falta de juicio en cuestiones del alma”.

En la segunda parte de El hombre sin atributos el autor aparta la vista de la Acción Paralela, para indagar por el camino del alma sin renunciar a lo racional. El encuentro con Agathe, hermana apenas conocida, es el inicio de un romance erótico-místico de final desconocido… Mientras tanto, la sociedad austrohúngara camina sin saberlo hacia el abismo.

Robert Musil nació en Klagenfurt, Austria, en 1880, en el seno de una familia pertenciente a la baja nobleza. A los dieciséis años ingresa en una academia militar, pero poco después ya lo tenemos estudiando en el Politécnico de Brno. Su interés por las matemáticas y la ingeniería le lleva a licenciarse en estas áreas. Ya ingeniero, en 1902 descubre al científico y filósofo de la ciencia Ernst Mach, cuya influencia, junto con la de Nietzsche, le acompañará toda la vida. Su interés por la filosofía y por las humanidades en general le lleva a estudiar filosofía en la Universidad de Berlín, carrera que corona en 1908 con una tesis doctoral sobre Mach. Su interés por la creación literaria, que no se opone sino que de cierto modo complementa la vertiente científica, se concreta en obras como la novela Las tribulaciones del joven Törless (1906), sobre la iniciación de un adolescente en los misterios del sexo y de las matemáticas, y los libros de relatos Uniones (1911) y Tres mujeres (1924).

Durante la Gran Guerra sirvió como oficial en el frente italiano del Trentino. Concluida la contienda, trabajó un tiempo como funcionario público, se dedicó al periodismo y sobre todo empleó todas sus energías de escritor en la magna obra El hombre sin atributos, iniciada en 1930 y que dejó inacabada a su muerte. Una estancia de dos años en Berlín (1931-33) se interrumpió por causa de la ascensión de Hitler al poder (no hay que explicar porqué el escritor y el político eran incompatibles). Permaneció en Viena hasta el momento de la anexión de Austria al Reich alemán (1938). Exiliado en Suiza, vivió los últimos años sin apenas recursos económicos, o sea, en la pobreza. Murió de repente en Ginebra en 1942.

Como Stefan Zweig, como Joseph Roth, como tantos otros, Musil vio dividida su existencia – casi exactamente en dos partes iguales – entre el mundo del Imperio Austro-Húngaro y el de la Europa de las naciones-estado. Nadie esperaba que el primero acabase de aquella manera. Pero a posteriori, el arte de nuestro escritor puso al descubierto de manera magistral el vacío pomposo de aquella sociedad que, por otra parte, tantos genios dio a la humanidad, entre ellos, y no el menor, el escritor Robert Musil.

(De Los libros de mi vida)

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Robert Musil, radiografía de un final I

Una de las cosas más extrañas o curiosas que han sucedido en este mundo ha sido el Imperio Austrohúngaro.

Conocí realmente a Musil en torno a los días de mi jubilación. Tanto los gruesos dos tomos de su obra fundamental, como los de sus diarios y ensayos, como los escritos de algún comentarista – o sea, Claudio Magris – están fechados por mi mano entre finales de 2004 y principios de 2005.

Aclaro. Los dos párrafos anteriores constituyen las dos alternativas que tenía pensadas para iniciar este capítulo. Dado que no he sabido decidirme por una u otra, he colocado las dos. Ahora me toca decidir cuál de ellas tomo para seguir el hilo. No me preocupa. La creación literaria es la más libre y soberana de todas la actividades humanas. Solo en ella se te permite anunciar algo y realizar lo contrario, por ejemplo, cosa que, en cualquier otra actividad se considera intolerable y condenable, lo que no impide que muchos seres humanos (en especial los llamados electores o votantes) estén con frecuencia dispuestos a pasar por ello.

Prescindiendo de la fascinación que el mismo adjetivo “austrohúngaro” puede ejercer sobre la imaginación del lector, el fenómeno político que señala es de una originalidad incontestable. Continuador del poder de la dinastía Habsburgo, que fue la titular durante más de tres siglos del siempre virtual y ya fenecido Sacro Imperio Romano-Germánico, a mediados del siglo XIX el imperio austriaco se vio en la necesidad de estructurar y ordenar tanto sus extensos dominios como su razón de ser. Finalmente, entre negociaciones, acuerdos e imposiciones, en 1867 llegó a constituirse en el Imperio Austrohúngaro. Dos naciones, encarnadas en dos estados (Austria y Hungría) con sus respectivas leyes y parlamentos bajo el mismo soberano constituían el núcleo del invento, en el que también se incluían otras nacionalidades menos favorecidas. Total, unas quince nacionalidades, cuatro o cinco religiones y un buen puñado de lenguas y dialectos formaban aquel prodigioso ente político-social que, si no hubiese sido por la Gran Guerra que lo derribó, no sabemos qué alturas de perfección orgánica, o sea, irracional, hubiese alcanzado. Y es que hay que reconocer que todo aquello era bastante caótico.

Pero nadie como el mismo Musil para explicarnos ciertos aspectos de la singularidad autrohúngara:

Según la Constitución el Estado era liberal, pero tenía un gobierno clerical. El gobierno era clerical pero el espíritu liberal reinaba en el país. Ante la ley, todos los ciudadanos eran iguales, pero no todos eran igualmente ciudadanos. Existía un Parlamento que hacía uso tan excesivo de su libertad que casi siempre estaba cerrado; pero había una ley para los estados de emergencia con cuya ayuda se salía de apuros sin Parlamento, y cada vez que volvía de nuevo a reinar la conformidad con el absolutismo, ordenaba la Corona que se continuase gobernando democráticamente.

Y sin embargo, desde el punto de vista histórico, constituyó el marco perfecto en el que la burguesía centroeuropea pudo alcanzar su cénit – cosa que también alcanzaba por entonces la francesa, por cierto, no obstante su propio marco político nada caótico y perfectamente estructurado.

Y no solo la burguesía, también la inteligencia y las artes tuvieron un desarrollo extraordinario durante toda la etapa austrohúngara. Hasta el extremo de que, visto desde aquí y ahora, resulta difícil entender aquella coexistencia entre lo mejor y más profundo de la cultura mundial y la rutilante escenografía de opereta de la esfera oficial. Basta pensar en músicos como Mahler, Schoenberg, Berg, Webern; científicos como Boltzmann, Mach, Mendel, Freud, Adler; escritores como Schnitzler, Kraus, Hoffmansthal, Broch, Rilke, Kafka, Roth, Zweig y Musil, que es quien nos ha traído hasta aquí y uno de los que dio cuenta literaria de la desaparición de aquel mundo. Dato a tener en cuenta es que muchos de los mencionados y otros que no se mencionan solo vivieron bajo Austrohungría una parte de sus vidas, pero esto no fue en general por propia iniciativa, sino por los imperativos histórico-políticos que les cayeron encima.

En su obra fundamental El hombre sin atributos, también traducido “sin cualidades”, Musil traza un cuadro, como se suele decir, de la sociedad austrohúngara en puertas del hundimiento del ente político que la cobijaba. El protagonista es Ulrich, el hombre sin cualidades. Expresión que, a la vista del relato, no quiere decir que no las posea, sino que no las ejerce porque no le son de utilidad en un mundo en el que transita como mero espectador. (Continúa)

(De Los libros de mi vida)

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Los libros de mi vida, segundo paréntesis

Sí, el segundo. Porque el primero, aunque no se decía expresamente, era el que introduje a propósito de la decisión de incluir a Marx en la lista.

Ocurre que en esto del escribir, como en todo en la vida, uno hace su plan y luego, al aplicarlo, se encuentra con una serie de incidencias impensadas que le obligan a variarlo en plena ejecución y hasta a justificar el porqué de las variaciones.

En el primer paréntesis, se trataba de la modificación de la lista de escritores establecida para añadir uno que sin duda debía estar y que yo no había tenido en cuenta. En este segundo, la cosa es más difícil de explicar. Procuraré hacerlo.

En mi declaración de intenciones anuncié que esta especie de ensayo consistiría en «comentarios de los libros y autores que más me han influido, junto con alguna pincelada del momento, personal y social, en que los leí». Propósito que he cumplido rigurosamente hasta ahora. Pero, de pronto, al encararme con el autor siguiente, me encuentro con que la cosa no va exactamente por ahí.

En efecto, puedo decir que De Amicis o Papini o Goethe han influido decisivamente en mi evolución intelectual y personal. Pero no creo que pueda de decir que, de la misma o parecida manera, me han influido Borges o Musil o Thomas Mann. Entonces ¿por qué los he incluido? ¿Será porque los considero entre los mejores escritores de la historia? Quizá. Pero, si es así, ¿cómo se explica la ausencia de Cervantes o Shakespeare, entre otros varios? No sé… Pero me parece que me estoy imponiendo demasiadas obligaciones, y no hay para tanto.

Solo quería anunciar a la selecta sociedad de mis lectores este mi reciente descubrimiento: que, en adelante, la mayoría de los escritores que han de pasar por aquí no lo harán porque hayan influido en mí decisivamente, ni porque los considere cúspides de la literatura universal (o quizá sí, para mí), sino porque hicieron impacto en mi corazón de lector (y, en algunos casos, en el de escritor) y nunca los podré olvidar.

Por ejemplo, Dostoyevski.

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La extraña metamorfosis de un padre de familia o cómo convertirse en otro permaneciendo inmóvil

Esta historia se la debo al escritor austriaco Robert Musil. La narra en su novela El hombre sin atributos al efecto caracterizar a algunos de los personajes. La leí hace tiempo, pero no voy a buscarla ahora para releerla y comprobar detalles. Así que mi versión puede ser algo diferente del original. Pero no importa. Doy fe de que el sentido es el mismo.

Érase una vez un buen padre de familia que llevaba una vida tranquila y acomodada en la Viena de 1913. Tenía  esposa, y una hija de poco más de veinte años. Profesionalmente, era muy valorado como alto empleado de banca.  También era judío, judío de toda la vida, cosa que su esposa, germana de pura sangre, y su hija, necesariamente híbrida, conocían desde el primer día. Y no es que la aceptasen, es que ni siquiera la veían, porque nunca la habían considerado como algo especial o conflictivo. Pero los vientos que hacía unas décadas se habían levantado en tierras germánicas iban cobrando cada vez mayor fuerza, aunque todavía no eran tempestad.

La hija, como natural representante de las jóvenes generaciones y tendencias, fue la encargada de introducir en el ámbito familiar lo nuevos vientos. La madre aprendió la buena nueva de labios de la hija y la hizo suya con naturalidad. Hay una tradición – decía la joven -, un espíritu germano-cristiano, que conduce a nuestro pueblo desde los siglos oscuros de su formación hasta un próximo futuro de plenitud. Debemos preservarlo y mantenerlo, rechazando cuanto de espurio pretenda corromperlo, como todo lo judaico que se ha ido infiltrando.

Cuando madre e hija hablaban del asunto, si por casualidad se acercaba el padre, bajaban la voz o cambiaban de tema. El padre pronto se dio cuenta de que algo extraño se había introducido en el hogar, algo que le estaba convirtiendo, a él, al buen padre de siempre, en un ser diferente.

Un día, conversando los tres durante el almuerzo,  soltó la hija: «Tú no puedes entender esto, papá, no perteneces a la tradición germano-cristiana», y mamá asintió.

Pero fue precisamente entonces cuando el padre entendió. Entendió que, siendo absolutamente el mismo, se había convertido en un ser extraño, en un monstruo que crecía dentro de las paredes de su propia casa. Sin hacer nada, sin opinar siquiera, manteniéndose como siempre había sido.

Si se la considera bien, la historia es estremecedora. Pero no inusual. De vez en cuando se repite en distintos ámbitos y países, según los vientos que levanta la historia, o la simple moda. Los factores serán diferentes, quiero decir que en lugar de judíos y germanos  jugarán otros elementos. Pero el desenlace, terrorífico, será siempre el mismo: sin comerlo ni beberlo un ser humano se ve convertido de la noche a la mañana en un insecto asqueroso, como le ocurriera a Gegorio Samsa en la historia soñada por Kafka en la Praga de 1912.

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