Karl Marx o la marcha de la historia I

Si he de ser sincero, lo que alborotaba a mi alrededor a los veinte años no era nada especialmente interesante. Todo lo impregnaba la triste mediocridad de una burguesía muy bien acomodada al Régimen de Franco.

Una representación de los vástagos de aquella burguesía estaba allá, estudiando derecho para labrarse un porvenir “digno” o, en algunos casos, para quién sabe qué. La gran mayoría del estudiantado era más bien grisácea; fuera de ella destacaban el colorido sector de los “pijos” y el pequeño y austero sector de los “políticos”; éstos se dividían en extrema derecha (principalmente falangistas, quienes de hecho ya habían perdido el control de las organizaciones estudiantiles) y extrema izquierda. Y entiéndase que para el bien pensante de la época toda izquierda era extrema.

Pasé los tres primeros de los cinco cursos cómodamente embutido en la masa grisácea sin apenas más relación que con unos pocos compañeros que ya lo eran del colegio. En el cuarto empecé a asomar la cabeza al exterior, y lo primero que encontré fue unos rarosmonterols ejemplares que, siendo más bien políticos de derechas, no eran en absoluto falangistas y aun negaban ser políticos. Pertenecían a una especie de club católico elitista al que ellos mismos denominaban La Obra y se dedicaban entre otras cosas a captar nuevos socios entre los estudiantes que consideraban más valiosos y adecuados a sus fines, por lo que siempre les agradecí que se fijasen en mí. Pero enseguida se vio que un entendimiento era imposible. Yo me estaba ya formando mi visión del mundo y, más que un mundo, lo que ellos me ofrecían era una cárcel en la que el carcelero dogma vigilaba de continuo al prisionero pensamiento.

Entonces volví la vista a la izquierda y me encontré con algo muy diferente. En general eran personas como yo, que aspiraban a una racionalidad que sustituyese la sinrazón cotidiana, que no estaban de acuerdo con la estructura política y social vigente y que, en muchos casos, deseaban cambiarla, con los riesgos que ello comportaba. Para presentarse a tamaño combate, cada cual iba provisto de una doctrina más o menos asimilada, desde un cristianismo progresista hasta un comunismo ciegamente moscovita. Pero había algo que, de una u otra manera, lo impregnaba todo, lo dominaba todo, lo explicaba todo: el marxismo.

No hacía mucho que yo había empezado a conocerlo y, visto que era asignatura imprescindible en el mundo de la izquierda estudiantil que empezaba a frecuentar, me apresuré a profundizar en él.

Profundizar es un decir. Porque confieso que lo único que leí de autoría directa de Marx fue el Manifiesto Comunista y algunos artículos periodísticos. Y sin embargo, sí que pude hacerme con una idea global amplia y correcta de la filosofía marxista, pero fue gracias a dos excelentes tratadistas y a mi conocimiento del francés: Jean-Yves Calvez, jesuita (¡otra vez!), con su obra La Pensée de Karl Marx, y Henri Lefevre, teórico marxista, con su resumen, Le Marxisme, publicado en la popular colección Que sais-je. (continúa)

(De Los libros de mi vida)

 

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